Textos
Proclama del Rey Carlos V reivindicando sus derechos el Trono
Carlos V a sus amados vasallos: Bien conocidos son mis derechos a la corona de España en toda la Europa y los sentimientos en esta parte de los españoles que son harto notorios para que me detenga a justificarlos; fiel, sumiso y obediente como el último de los vasallos a mi muy caro hermano que acaba de fallecer y cuya pérdida, tanto por sí misma como por sus circunstancias ha penetrado de dolor mi corazón, todo lo he sacrificado, mi tranquilidad, la de mi familia, he arrostrado toda clase de peligros para testificarle mi respetuosa obediencia, dando al mismo tiempo este testimonio público de mis principios religiosos y sociales; tal vez se han creído algunos que los he llevado hasta el exceso pero nunca he creído que puede haberlo en un punto del cual depende la paz de las monarquías. Ahora soy vuestro rey; y al presentarme por primera vez a vosotros bajo este título no puedo dudar un solo momento que imitaréis mi ejemplo sobre la obediencia que se debe a los príncipes que ocupan legítimamente el trono y volaréis todos a colocaros bajo mis banderas haciéndoos así acreedores a mi afecto y soberana munificencia; pero sabéis igualmente que recaerá el peso de la justicia sobre aquellos, que desobedientes y desleales no quieren escuchar la voz de un soberano y un padre que sólo desea haceros felices. Octubre de 1833. Carlos. |
Manifiesto de Arciniega
Voluntarios: La revolución vencida y humillada, próxima a sucumbir a vuestro esfuerzo sobrehumano, ha librado su esperanza en armas dignas de su perfidia, para prolongar algunos días su funesta existencia; más, por fortuna, están descubiertas sus tramas: sabré frustrarlas. Para realizarlo, para dictar providencias que pongan cuanto antes término a esta lucha de desolación y de muerte, he vuelto momentáneamente a estas fidelísimas provincias; pronto me veréis de nuevo donde, como hoy aquí, me llaman mis deberes. Vuestro heroísmo interesa demasiado mi paternal corazón para que renuncie a triunfar y, si preciso fuere, a morir entre vosotros. Voluntarios: No bastaba la continuada serie de hazañas y de prodigios que forman la historia de vuestras campañas; los cinco últimos meses llevan vuestro mérito todavía más allá de cuanto se había visto, y el cuerpo expedicionario que me ha acompañado ofrece un ejemplar sin modelo. Con sólo la tercera parte del ejército que opera en Navarra y provincias Vascongadas se han reducido las fuerzas enemigas a un número ya menor de las que hoy tengo disponibles en todos mis dominios. Habéis vencido al ejército revolucionario en los llanos como en las montañas, sin artillería como con ella. Huesca, Barbastro, Villar de los Navarros, Retuerta, serán eterno monumento de vuestras glorias; si la falta de municiones o de cooperación de algún cuerpo precisó por el momento a ceder terreno, dejasteis harto escarmentado al enemigo, haciéndole sufrir pérdida triplicada; y en las mismas retiradas, un corto número ha podido marchar seguido, no hostilizado, por más de dobles fuerzas, que no han osado atacaros cuando les habéis presentado la batalla, que ni un solo tiro han disparado contra vuestras masas; sobre todo, habéis hecho ver a la Europa que mis enemigos lo son de los pueblos; que la decisión y lealtad de éstos no puede ser mayor; que su adhesión a mi persona y su entusiasmo por mi justa y sagrada causa han arrostrado la sangrienta venganza de sus opresores; que sólo esperan vuestra protección para sacudir el yugo que los esclaviza, lo mismo en Aragón que en Cataluña, en Valencia como en Castilla. Sí, voluntarios: ni en vosotros ni en los pueblos ha estado dejar de exterminar la usurpación en este país desgraciado, teatro de sus horrendos crímenes y de la anarquía que devora a sus propios hijos, y que acabaría por devorarla a ella misma. Causas que os son extrañas, causas conocidas, causas que van a desaparecer para siempre, han dilatado por poco tiempo más los males de la patria. Pero el ensayo está hecho; se ha visto a cuánto puede aspirarse, y las medidas que voy a adoptar llenarán vuestros deseos y las esperanzas de todos los buenos españoles. Voluntarios: Testigo de vuestro heroico denuedo, compañero de vuestros sacrificios y fatigas, admirador de vuestra resignación y virtudes, quiero ante todo daros la muestra mayor de mi Real aprecio. Desde hoy me pongo a vuestro frente, y os conduciré por mi mismo a la victoria; preparaos a recoger nuevos laureles; sed dignos de vosotros mismos y, contando con la protección de vuestra Generalísima, confiad en que vuestro General es vuestro Rey. 29-X-1837, Carlos V |
Decretos de Santarem de Carlos V
1. Habiendo recibido ayer oficialmente la infausta noticia de haber sido Dios servido de llamar para sí el alma de mi muy caro y amado hermano el señor rey don Fernando VII (Q. E. P. D.), Declaro: que por falta de hijo varón que le suceda en el trono de las Españas, soy su legítimo heredero y rey, consiguiente a lo que por escrito manifesté a mi muy caro y amado hermano, ya difunto, en la formal protesta que le dirigí con fecha 29 de abril del presente año, igualmente que a los consejos, diputados y autoridades, con la del 12 de junio. Lo participo al Consejo, para que inmediatamente proceda a su reconocimiento, y espida las órdenes convenientes, para que así se ejecute en todo mi reino. Santarem, 4 de octubre de 1833. Yo el rey. Al duque presidente de mi Consejo real. 2. Conviniendo al interés de mis pueblos el que no se detenga el despacho de los negocios que ocurran… he venido en confirmar, por ahora, a todas y a cada una de las autoridades del reino, y mandar que continúen en el ejercicio de sus respectivos cargos. Tendréislo entendido, etc. Al duque presidente del Consejo real. 3. Para que de modo alguno padezca el menor retraso el despacho de los negocios del Estado por la muerte, etc.., he venido en confirmar a los secretarios de Estado y del Despacho don Francisco de Zea Bermúdez, don José de la Cruz, el conde de Ofalia, don Juan Gualberto Gonzalez y don Antonio Martinez, y mandar que continúen en el ejercicio de sus respectivos cargos; igualmente que a todas las autoridades del reino. Tendréislo, etc. A don Francisco de Zea Bermúdez. 4. Otro decreto dirigido al mismo para que ponga en ejecución los tres anteriores, y publique la protesta de 29 de abril, y le dé parte de quedar ejecutado. Carlos V 4/x/1833 |
Las formas que el pasado tendrá en el porvenir
«Pero cuando se ha escindido esa unidad espiritual que juntaba a los pueblos como juntaba a las almas, dando alma a los pueblos...» Así hablaba don Esteban Bilbao en el cine de la Opera. Era en uno de los mejores discursos que se han pronunciado en estos años. No recuerdo haber oído comparaciones tan impresionantes como la de que «los pueblos que profanan con su algazara la soledad de los tronos vacíos, son como niños que juegan sobre el sepulcro de sus progenitores sin darse cuenta de la orfandad que sobre ellos pesa», ni apostrofes tan grandilocuentes como el que lamenta la «¡triste suerte de la Monarquía constitucional en España!», maravillosa síntesis de una historia cuyo final estamos padeciendo. El discurso, que no pude oír, pero que he leído íntegro en las columnas de El Siglo Futuro, debió producir tal impresión que no me extraña que el señor Bilbao se sintiera optimista al terminarlo y resumiera su impresión del acto diciendo que «el Tradicionalismo tiene que presentar ante el tribunal de la opinión una verdadera querella por injurias, y podemos estar seguros de que el fallo nos será completamente favorable». Por lo que hace a la Monarquía de los tradicionalistas, no cabe duda de que el señor Bilbao ha ganado el pleito. Porque si se pregunta a la gente de la calle que clase de Monarquía los tradicionalistas quieren, es muy de temer que, en Madrid, por lo menos, la mayoría de las gentes piense que se trata de la Monarquía absoluta. A lo que responde el señor Bilbao: «Y contra todo eso decimos nosotros: Monarquía, sí; pero no la Monarquía absoluta, que somos nosotros los primeros en rechazarla, sin monarquía limitada, Monarquía templada, Monarquía representativa; y siento mucho no tener ya tiempo para exponer estos conceptos: Monarquía representativa, con sus Consejos y con sus Cortes, pero Cortes de verdad, representación autentica de las fuerzas vitales de la nación, y no fruto espúreo de las ambiciones de los partidos políticos; encarnación de la entraña social, pero no producto del cohecho y de los amaños de un sufragio corrompido». Sólo que este artículo no se escribe para elogiar al señor Bilbao, sino para sugerirle la conveniencia de que vuelva a hablar de la escindida unidad espiritual de España, porque el problema practico que la realidad española nos propone es el de hallar un programa tradicionalista para este gravísimo conflicto ante el cual nos coloca precisamente la ruptura de esa unidad espiritual. Porque es claro que el programa ultimo del tradicionalismo ha de consistir en rehacer los que llamaba Mella «los grandes dogmas nacionales», y que, como dice el señor Bilbao, «la Patria no es nada si no es algo espiritual, espiritual como un credo, intangible, secular, amor de pueblos...». También es cierto que no debemos desesperar de que pueda volver a rehacerse la unidad espiritual, en que las instituciones tradicionalistas descansaban. La Monarquía tradicional se basaba en esa unidad espiritual. Pero esa unidad ha desaparecido. ¿Hemos de esperar a que se rehaga para restaurar, en lo posible, los principios del tradicionalismo? Esta es la cuestión. Ya sé que no es la primera vez que se plantea, pero es que ahora tiene más importancia y urgencia que en otros tiempos. Ya hace un año que se han unido las tres ramas en que estaba desgajado el antiguo árbol tradicionalista. Y hay más. No es un secreto para nadie la probabilidad de que se le unan la inmensa mayoría de los antiguos monárquicos, desencantados del constitucionalismo que venía practicándose. Hay, de otra parte, muchos españoles contaminados con las ideas de la revolución. Si sumamos a los afiliados a los diversos partidos republicanos los miembros de la Unión General de Trabajadores, los de la Confederación Nacional de Trabajo y los comunistas, es posible que su número total ascienda a dos millones. Todavía son una minoría comparados con los restantes españoles, pero son, de todos modos, demasiado numerosos para que nos podamos olvidar de su existencia. ¿Qué hacemos con ellos? ¿Renunciamos a toda esperanza de asumir las riendas del Gobierno antes de que se conviertan todos ellos? ¿O nos bastará para ello con vencerlos, si está en nuestros medios? Desde luego, podemos confiar en que aumente el número de los desencantados de la revolución. Primeramente proclamarán su desengaño-ya lo están haciendo-las voces de mayor responsabilidad. Después se extenderá este sentimiento a las masas. Antes de que pasen muchos años han de venimos grandes ejemplos desde fuera. La situación actual del mundo no puede prolongarse. Se ha llegado ya a una crisis en que lo mismo han fracasado el individualismo liberal que el socialismo colectivista, que el estatismo, que ha pretendido resolver las cuestiones sociales con la multiplicación de los empleos públicos. No cabe duda de que el mundo tiene que restaurar en breve los principios de la civilización cristiana, porque ya no puede seguir soportando el paganismo, que se ha hecho dueño de la literatura y las costumbres, de la vida económica y de la política internacional. Sólo que cada pueblo ha de obrar por sí mismo, sin esperar a ver lo que otros hacen. Y esta es la cuestión. No parece probable que la conversión de las masas revolucionarias se realice de la noche a la mañana. Lo probable es que se vaya efectuando una gran concentración tradicionalista mucho antes de que se hayan disuelto las organizaciones revolucionarias. Y lo mejor que pudiera esperarse es que esa organización tradicionalista se hallara en condiciones de prevalecer sobre sus enemigos. Digo lo mejor porque sólo de un milagro pudiera aguardarse la completa desaparición de los contrarios. Y prevalecer no quiere decir exterminar. Aquí entra la cuestión. La fuerza que prevalezca tendrá que seguir haciendo centinela en la fortaleza conquistada. Y ello implica una perspectiva que no coincide con la del pasado Quizá el reinado más glorioso de la Monarquía tradicional fue el de Felipe II, pero en tiempos de Felipe II no había revolucionarios que vigilar precisamente porque existía esa unidad espiritual que se ha escindido. El nuevo Felipe tendrá que hacer frente a la revolución con las mismas fuerzas que, con la ayuda de Dios, le habrán servido para vencerla. Lo cual quiere decir que esas fuerzas serán parte integrante y principal de la nueva Constitución (valga la palabra) tradicionalista. En ello tendrá que diferenciarse el porvenir del pasado. Un Felipe II que tenga que afrontarse don la revolución no es el mismo Felipe II que veneraban todos sus compatriotas como el «hombre sin par» y el «Moisés cristiano», de que habla Cervantes, a pesar de su espíritu crítico. Pues bien, conviene pensar en esa diferencia que ha de haber entre el porvenir y el pasado, porque de no pensada a pensarla con acierto puede depender el que sigan los tradicionalistas en la situación presente o alcancen en su día la victoria.
(Este artículo se publicó con el título «El porvenir del pasado», en Diario de Navarra, 15 diciembre 1932.) |
Manifiesto de Abrantes
No ambiciono el trono; estoy lejos de codiciar bienes caducos; pero la religión, la observancia y cumplimiento de la ley fundamental de sucesión y la singular obligación de defender los derechos imprescriptibles de mis hijos... me esfuerzan a sostener y defender la corona de España del violento despojo que de ella me ha causado una sanción tan ilegal como destructora de la ley que legítimamente y sin alteración debe ser perpetuada.
Desde el fatal instante en que murió mi caro hermano (que Santa Gloria haya), creí se habrían dictado en mi defensa las providencias oportunas para mi reconocimiento; y si hasta aquel momento habría sido traidor el que lo hubiese intentado, ahora será el que no jure mis banderas, a los cuales, especialmente a los generales, gobernadores y demás autoridades civiles y militares, haré los debidos cargos, cuando la misericordia de Dios me lleve al seno de mi amada Patria, a la cabeza de los que me sean fieles. Encargo encarecidamente la unión, la paz y la perfecta caridad. No padezco yo el sentimiento de que los católicos españoles que me aman, maten, injurien, roben ni cometan el más mínimo exceso...
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Manifiesto de S.AR. Don Sixto Enrique de Borbón
En esta fecha en que mi padre, en nombre de mi tío abuelo el Rey Don Alfonso Carlos, dio la orden al Requeté de sumarse al Alzamiento Nacional, cumplo con mi deber de dirigirme a vosotros de nuevo para llamaros a cerrar filas en torno a nuestra Comunión Tradicionalista, medio providencial que ha garantizado y ha de asegurar la continuidad y restauración de las Españas. En mi manifiesto del día de Santiago Apóstol de mil novecientos ochenta y uno os decía: "El destino ha puesto en mis manos la bandera limpia e inmaculada de nuestra Tradición. Fiel a esta bandera he de vivir en el cumplimiento de la alta misión de la que la Providencia me ha hecho depositario y con la firme promesa de que ningún interés o inclinación personal jamás me apartarán de esa entrega que a España y al Carlismo debo como representante y Abanderado de la Comunión Tradicionalista". Mucho ha sido lo acontecido desde entonces, y no con mi indiferencia, aunque en ocasiones me haya parecido más adecuado guardar silencio e intervenir por el consejo personal o por el consentimiento tácito. Tras la defección de mi hermano Carlos Hugo, durante años he esperado con vosotros que mis sobrinos, sus hijos Don Carlos Javier y Don Jaime, enarbolasen la bandera de la que yo he sido depositario tras la muerte de mi padre, nuestro llorado Rey Don Javier. No he perdido la esperanza. Pero esta situación de Regencia no puede ni debe perpetuarse. A ellos y a vosotros recuerdo los fundamentos de la legitimidad española, tal como los definió mi tío abuelo el Rey don Alfonso Carlos en el Decreto en que instituyó la Regencia en la persona de mi padre: "I. La Religión Católica, Apostólica Romana, con la unidad y consecuencias jurídicas con que fue amada y servida tradicionalmente en nuestros reinos; II. La constitución natural y orgánica de los estados y cuerpos de la sociedad tradicional; III. La federación histórica de las distintas regiones y sus fueros y libertades, integrante de la unidad de la Patria española. IV. La auténtica Monarquía tradicional, legítima de origen y ejercicio; V. Los principios y espíritu y, en cuanto sea prácticamente posible, el mismo estado de derecho y legislativo anterior al mal llamado derecho nuevo." Para mejor servir estos principios y reorganizar eficazmente nuestra Causa, he decidido nombrar una Secretaría Política que actuará bajo la dirección de don Rafael Gambra. Espero de los carlistas que, deponiendo toda diferencia, le presten la más leal colaboración. Parece haberse adueñado de los españoles una indiferencia teñida a veces de falso optimismo que les impide ver la gravedad de los males que afligen actualmente a España. La entrega de la confesionalidad católica del Estado ha acelerado y agravado el proceso de secularización que le sirvió de excusa más que de fundamento, pues éste -y falso- no es otro que la ideología liberal y su secuencia desvinculadora. De ahí no han cesado de manar toda suerte de males, sin que se haya acertado a atajarlos en su fuente. La nueva "organización política" -que en puridad se acerca más a la ausencia de orden político, esto es, al desgobierno- combina letalmente capitalismo liberal, estatismo socialista e indiferentismo moral en un proceso que resume el signo de lo que se ha dado en llamar "globalización" y que viene acompañado de la disolución de las patrias, en particular de la española, atenazada por los dos brazos del pseudo-regionalismo y el europeísmo, en una dialéctica falsa, pues lo propio de la hispanidad fue siempre el "fuero", expresión de autonomía e instrumento de integración al tiempo, encarnación de la libertad cristiana, a través del vehículo de la denominada por ello con toda justicia monarquía federativa y misionera. En las Españas, la Hispanidad repartida por todos los continentes, que ha sido la más alta expresión de la Cristiandad en la historia, radica nuestra principal fuerza. A la reconstrucción de su constitución histórica y a la restauración de un gobierno según su modo de ser debemos dedicar todos nuestros empeños. Desde que una parte creciente de los españoles los olvidara, a partir de los días de la invasión napoleónica, sólo hemos tenido decadencia e inestabilidad. La actuación del Carlismo impidió que la decadencia se consumase en agotamiento, quizá fatal. Porque, aunque nuestros antecesores no llegaran a triunfar, su resistencia, aquel "gobernar desde fuera" que practicaron, impidió la muerte de nuestro ser. No puede ser otro el papel de nuestra Comunión, baluarte desde el que confiamos conservar los restos que -si Dios lo quiere- nos permitan el triunfo, el ciento por uno de nuestros desvelos, además de la vida eterna que es -por encima de todo- lo que deseamos alcanzar. Como escribió mi padre en su Manifiesto de tres de abril de mil novecientos cincuenta y cuatro: "Aun con nuestra limitada visión humana, tenemos que entender que obedece a un plan providencial la conservación sorprendente de esta selección de hombres que a lo largo de un siglo ha mantenido la pureza de sus ideales frente a la persecución, la derrota y el hastío". De esta pureza de ideales, y no de la cesión a cualesquiera de las tentaciones de adaptación que por doquier nos acechan, ha de nacer la victoria que necesitamos. Que este siglo que comienza sea el de nuestras Españas. En el exilio, a diez y siete de julio del año dos mil uno. Sixto Enrique de Borbón |
¿Por qué descristianiza el liberalismo?
La palabra liberalismo tiene diversidad de acepciones, con frecuencia no precisadas en su posible conexión. El liberalismo económico ahora casi define la ideología de las actuales «derechas», que preferentemente gustan de llamarse «centro». Liberalismo, en el mundo protestante, especialmente anglosajón, es sinónimo, en lo religioso y teológico, del modernismo que condenó san Pío X o del actual progresismo. En el siglo XIX era una doctrina que se orientaba hacia la separación de la Iglesia y el Estado, y se realizaba en el reconocimiento obligatorio de la igualdad de derechos de todas las confesiones religiosas. Aquí me ocuparé de esta tercera acepción, que fue cronológicamente la primera en difundirse y que fue objeto de condenaciones pontificias, sobre todo en los pontificados de Gregorio XVI, Pío IX, León XIII y san Pío X. Pío XI le dio el nombre de laicismo y lo condenó igualmente. Ahora, tanto la palabra liberalismo como la de laicismo, en este sentido de relación entre lo religioso y lo político, están prácticamente rehabilitadas y elaboradas positivamente, lo cual es un factor decisivo de la actual confusión de ideas. Porque el liberalismo, entendido tal como la Iglesia lo condena, es contradictorio con la que el Concilio Vaticano II, precisamente en su declaración sobre la libertad religiosa, nombra como «la tradicional doctrina católica, que se mantiene íntegra, sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo» (Dignitatis humanae, núm. 1). Buscando razones en defensa del juicio condenatorio de la Iglesia sobre el liberalismo así entendido, se podrían aducir muchos hechos que hacen patente el efecto profunda y extensamente descristianizador de la política y de la legislación liberales. En esta misma asociación de la Ciudad Católica, y aquí en Barcelona, el profesor Alsina analizó documentadamente la pavorosa decadencia de la vida religiosa y de la fecundidad de las familias cristianas en cuanto a las vocaciones sacerdotales y religiosas, que han acaecido en España como efecto de la transición a la democracia, con el paso de una legislación que proclamaba el deber de regularse según la doctrina católica a la afirmación de la completa «descatolización» del Estado español. Me voy a ocupar, en esta ocasión, de razonar el acierto del juicio de la Iglesia -recordemos que los juicios doctrinales no se derogan por el silencio ni por el lenguaje más o menos preciso con que se planteen cuestiones en el campo político o sociológico- atendiendo a una fuente filosófica fundamental, inspiradora del Contrato social de Rousseau, orientadora de la Ilustración del siglo XVIII y que está en el origen de la «desconfesionalización» de la sociedad política en los Estados Unidos: me refiero a la doctrina de Spinoza, el judío holandés enemistado con la sinagoga de su tiempo y más amigo de los cristianos liberales que eran los republicanos holandeses, enfrentados al calvinismo de Guillermo de Orange, el que «salvó» Inglaterra del catolicismo e instauró y reforzó la confesionalidad en el Reino de la Iglesia de Inglaterra ratificada en su protestantismo reformado, es decir, calvinista. Bonifacio VIII promulgó una bula de las más denostadas y desprestigiadas, no sólo por los enemigos de fuera de la Iglesia, sino también desde dentro, por todos los regalistas, galicanos y febronianos y, desde luego, por los católicos liberales. Leamos el punto de partida y la definición a que llega la bula, de 18 de noviembre de 1302: «La fe nos urge y obliga a creer y mantener y confesar que es una la Santa Iglesia Católica y Apostólica, fuera de la cual no se da salvación ni remisión de los pecados, que es único el Cuerpo místico, cuya Cabeza es Cristo, que es el Cristo de Dios, en la cual Iglesia hay un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo» (DS núm. 870). La conclusión que contiene la fórmula definitoria dice: «Así pues, estar sometido al Romano Pontífce es absolutamente de necesidad para la salvación para toda humana criatura. Lo declaramos, lo afrmamos y lo decimos» (DS núm. 875). En el texto de la bula se habla de las «dos espadas», la espiritual y la temporal. «La primera, ejercida por la Iglesia: la segunda, por los reyes y soldados. Pero, según el agrado y tolerancia del sacerdote. Pues es necesario que una espada esté bajo la otra espada, y que la autoridad temporal se someta a la autoridad espiritual» (DS núm. 873). El tema de las dos espadas se toma a partir del pasaje evangélico en el cual los Apóstoles, durante la Pasión del Señor, aluden a que tenían «dos espadas». Según el magistral estudio del padre Francisco Segarra, esta argumentación y su contexto no son lo definido infaliblemente. Lo definido infaliblemente es el universal deber de obedecer a la Iglesia en todo lo humano, fundado en que la Iglesia es la única Iglesia de Cristo. El rey Jacobo I de Inglaterra escribió el tratado Contra la doctrina católica de la autoridad pontificia sobre los reyes. El último acto de juicio formal condenatorio de un rey, y declaratorio de que sus súbditos no le debían obediencia, por oponerse él a la Ley divina, es el de san Pío V contra la reina Isabel de Inglaterra, en una bula de 25 de febrero de 1570 (véase Historia de los papas, de Ludovico Pastor, versión castellana, vol. XVIII, Barcelona, 1931, p. 180 ss.). Notemos que es el último papa canonizado anterior a Pío X y recordemos que los ingleses católicos no lo recibieron con adhesión entusiasta. En réplica al rey Jacobo, escribió Suárez, en 1613, su Defensa de la fe católica contra los errores de lo secta anglicana con respuesta a lo apología a favor del juramento de fidelidad y el Prefacio monitorio del Serenísimo Rey de Inglaterra Jacobo. En esta obra de Suárez, la cuestión decisiva es tratada en su parte tercera. El rey Jacobo defendía que, siendo el poder real de origen divino, era una usurpación de los papas romanos pretender que tenían juicio y autoridad sobre el poder real. Suárez argumenta contra el rey Jacobo partiendo del principio de que no podrían existir en el mundo dos autoridades soberanas entre las que no se diese ningún orden ni dependencia de una con otra: «O la Iglesia tiene autoridad sobre los reyes en lo que ha sido confiado a la autoridad de la Iglesia o, por el contrario, habrá que reconocer que la Iglesia ha de someterse al poder real». Si no se acepta la autoridad del Papa sobre los reyes, hay que aceptar la autoridad de los reyes sobre la Iglesia. En realidad, en la hostilidad secular contra la doctrina de Bonifacio VIII estaba subyacente la voluntad de que el poder humano de las autoridades de los estados no tuviese que reconocer ninguna dependencia ni deber de obediencia respecto de los juicios morales que diese la Iglesia sobre las leyes y decisiones políticas. Esta emancipación del hombre frente a Dios, realizada a pretexto del principio de independencia de lo político respecto de la autoridad religiosa, que fue madurando desde el regalismo a través de la Ilustración de las monarquías del despotismo ilustrado, no tendría en el mundo su culminación definitiva más que en el Estado liberal. En la proposición veinte del Syllabus de Pío IX, de 8 de diciembre de 1864, leemos: «El poder eclesiástico no debe ejercer su autoridad sin permiso ni asentimiento de la autoridad política» (DS núm. 2920). Y en la proposición treinta y nueve, encontramos condenado el siguiente principio: «El Estado de la República (es decir, el Estado de origen democrático), en cuanto que es el origen y la fuente de todos los derechos, goza de un derecho no circunscrito por límite alguno» (DS núm. 2939). Recuerdo que, en los tiempos del ascenso del totalitarismo del Estado nazi, comentaban algunos que Pío IX se había anticipado a su condenación. Lo que en realidad hizo Pío IX es condenar muy explícitamente y con perfecto conocimiento de causa el liberalismo de su tiempo, que sentó el principio que desde entonces no ha hecho sino consolidarse y desarrollarse en sus consecuencias. La democracia absoluta que ahora se presenta a sí misma como la única forma de poder humano acorde con la naturaleza del hombre se fundamenta en principios filosóficos de los que se deduce lógicamente la absoluta independencia respecto de Dios de la voluntad política de los hombres. Spinoza sostiene que «siempre que en un Estado se admita el ejercicio de una autoridad independientemente del poder político habrá, necesariamente, escisión y lucha, como ocurrió a los reyes de Israel, a los que pretendían juzgar los Profetas». Y, a partir de aquí, sostiene que «sólo el poder político puede ser fuente de la vida moral» y que «los que tienen el poder soberano son guardianes e intérpretes, no sólo del derecho civil, sino también del sagrado, y que únicamente ellos tienen derecho a decidir qué sea lo justo y qué lo injusto, lo que sea conforme o no a la piedad. Mi conclusión, finalmente, es que, en orden a mantener el derecho de la mejor manera posible y asegurar la estabilidad del Estado, conviene dejar a cada uno libre de pensar lo que quiera, y de decir lo que piense» (Tractatus theologico-politicus, prefacio). El Tractatus theologico-politicus de Spinoza fue escrito en 1670. Fue más conocido como el punto de partida de los criterios metafísicos y epistemológicos que pusieron en marcha la lectura racionalista y modernista de la Sagrada Escritura, pero ejerció una inspiración profunda en lo más originario y auténtico del pensamiento liberal. Parece muy probable que el verdadero creador del edificio político americano, Thomas Jefferson, aparentemente «unitariano» era, en su pensamiento profundo, un discípulo de Spinoza, porque hacía ya tiempo que el unitarianismo, que se presentaba como «negador de la Trinidad», había evolucionado en la dirección del monismo panteísta y naturalista que se había expresado en forma tan explícita en la obra del judío no creyente, sino «filósofo», Baruch de Spinoza. Los católicos liberales del siglo XIX ponían en duda el acierto y la justicia de las condenaciones pontificias sobre el liberalismo, e inspiraron prácticamente la aceptación de los principios liberales. Si hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran comprendido el profundo acierto de las condenaciones de la Iglesia. En realidad, el Estado moderno de inspiración filosófica deriva prácticamente del panteísmo que. con formulaciones de un monismo estático spinoziano o de un monismo dialéctico hegeliano, vino a reinar en el Occidente apóstata del cristianismo a partir de la Revolución francesa. La primera proposición del Syllabus de Pío IX contiene una admirable síntesis de todos los errores contemporáneos en esta su doble raíz spinoziana y hegeliana. La proposición condenada dice así: «No existe ningún poder divino supremo sapientísimo y providentísimo, distinto de la universalidad de las cosas, y Dios es idéntico con la naturaleza y, por lo mismo, sometido a cambio, y en realidad Dios se realiza en el hombre v en el mundo, y todas las cosas son Dios, y tienen la mismísima substancia de Dios, y una y la misma cosa es Dios y el mundo y, por consiguiente, el espíritu y la materia, la necesidad y la libertad, lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto» (DS núm. 2901). Si los católicos liberales hubiesen atendido a las fuentes filosóficas del liberalismo, hubieran podido advertir la razón profunda de su devastadora influencía descristianizadora. El venerable obispo Torras y Bages veía la revolución liberal como la puesta en práctica del Contrato social de Rousseau. Acertaba plenamente, pero podemos añadir que el propio Rousseau, en su Contrato social, viene a ser un epígono de Spinoza, en todo el sistema de su pensamiento (expuesto en la Ethica, el Tractatus theologico-politicus y el Tractatus politici). Desde el naturalismo integral de Spinoza. carece de sentido el libre albedrío, la conciencia del deber, del mérito y del demérito, o del bien y del mal, pensados como distintos de la utilidad o del deseo al que el hombre es impulsado necesariamente por la naturaleza. Si proclamamos la necesidad natural de todas las operaciones del hombre, nos libramos del sentimiento de culpa por el remordimiento. El mismo Freud es spinoziano. Un misterio presente en el mundo contemporáneo descristianizado es la frecuencia del lenguaje moralizador, condenatorio precisamente de lo tradicional cristiano y del orden natural de las cosas -del matrimonio monógamo e ¡ndisoluble entre varón y mujer, de la fecundidad contraria al aborto, de la conservación de la vida contraria a la eutanasia, de toda autoridad en la familia y en la escuela- para cumplir literalmente la profecía bíblica: «¡Ay de los que a lo bueno llaman malo y a lo malo, bueno!». Nuestro mundo está atravesado por la desconcertante paradoja de que la filosofía que inspira el liberalismo es determinista, negadora del libre albedrío y desconocedora del carácter personal del individuo humano. Por esto, no es de extrañar que la mayoría de los que combaten la pena de muerte defiendan la licitud del aborto y de la eutanasia. El juicio condenatorio de Pío IX en la Quanta cura y el Syllabus fue reiterado y sistematizado con precisión admirable en el plano doctrinal por León XIII, sobre todo en sus encíclicas Immortale Dei y Libertas, que presentan el liberalismo como la puesta en práctica del inmanentismo naturalista y, a la vez, advierten que el liberalismo conduce al ateísmo. León XIII insistió en que viene del ateísmo el que el Estado conceda a todas las religiones iguales derechos. Su juicio se corresponde plenamente con la intención profunda de la concesión, por el Estado liberal, del derecho que propugnaba Spinoza de dejar a cada uno pensar lo que quiera y decir lo que piensa como camino para que el poder político se constituya en única fuente de ideas morales. En realidad, estamos viendo esto en la vida política interna de los estados y en la vida internacional: desde la ONU y desde la UNESCO, los criterios y las normas con que se pretende evitar el contagio del SIDA o regular la explosión demográfica en el mundo dan por presupuesto como algo obvio que desde los poderes estatales o internacionales no se ha de esperar ni se puede aceptar ninguna normatividad moral de origen religioso, procedente de cualquier iglesia o confesión. Hay que reconocer que desde la ONU, como desde los poderes políticos estatales, ni se espera ni se aceptaría un juicio moral venido del mundo religioso. Sociológica y culturalmente, nos encontramos con la trágica exclusividad del islamismo en aparecer como una resistencia explícita a la secularización del laicismo en nuestra vida colectiva. Si se hubiese atendido a los procesos reales que hemos presenciado y que han llevado a la descristianización de la cristiandad occidental, tendríamos que reconocer dos hechos importantísimos y de significado decisivo: En primer lugar, la injusticia sectaria que ha hecho evolucionar el Estado separado de la Iglesia hacia el Estado laicista opresor del derecho a la presencia de la fe en la educación y en la vida social, que no es algo contradictorio con los principios de liberalismo que la Iglesia condenó, ni accidental su dinamismo profundo. En segundo lugar, la hegemónica influencia del sectarismo anticristiano en los medios de comunicación social y en todos los ámbitos culturales que han conformado la mentalidad contemporánea antiteística es algo no sólo coherente con los principios del liberalismo, sino algo intentado por «principios» explícitamente afirmados como la finalidad del propio liberalismo desde sus fuentes filosóficas originarias y capitales. Al preparar el envío de la ponencia pronunciada en Barcelona en el último congreso de la Ciudad Católica, me parece oportuno añadir unas notas sobre la filosofía profunda de los nacionalismos, a modo de homenaje al eminente pensador Rafael Gambra, recientemente fallecido, y que durante tantos años había colaborado activamente manteniendo la presencia del pensamiento tradicional en tantos ámbitos de la vida española. En un iluminador trabajo titulado Patriotismo y nacionalismo, publicado en la revista barcelonesa Cristiandad (núm. 160. noviembre 1950, pp. 507-508), Rafael Gambra formuló un análisis profundo y fundamental sobre la génesis y el sentido de la ideología nacionalista que me parece oportuno citar literalmente con alguna extensión: «Para los ilustrados, las diversas religiones... eran visiones burdas, representaciones populares de una más profunda verdad, que es la comprensión racional, científica, del universo. Y como complemento de este nuevo gnosticismo vulgarizado dominó, en el ambiente de las Luces, una filosofía de la historia según la cual se va operando lentamente un proceso de racionalización en el cual la razón va abriéndose paso a través de las nieblas de la ignorancia, de la superstición y de la creencia. [...] »La actitud personal del enciclopedista, congruente con esta concepción, habría de ser idéntica a la del antiguo sofos griego, que fue heredada por el gnosticismo: un aristocrático desdén hacia las perecederas creencias del pueblo y del medio ambiente, y la pasividad meramente espectadora del «iniciado» que espera lo que necesariamente y por sus pasos contados ha de suceder. »Sin embargo, en el seno de la Ilustración, surgió una voz que, si participante del espíritu general del movimiento, era disidente respecto de la filosofía de la historia... fue la voz la J.J. Rousseau. Para el autor del Emilio, el advenimiento de la era racional de la humanidad no ha de venir por sus pasos contados, en un lento pero necesario abandono de los ídolos, porque la irracionalidad no es meramente un estrato previo que se transformará en Ilustración, sino que es causa del mal, del único mal posible, origen de la perversión del hombre, naturalmente bueno... es preciso, en consecuencia, destruir esa sociedad para, sobre ella, edificar la nueva sociedad racional, en la que el hombre, libre de estas influencias deletéreas... recupere el máximo posible de libertad, y con ello de espontánea inocencia. »Entonces surge de un modo explícito el espíritu revolucionario, por oposición y en contraste con el plácido espíritu enciclopedista que, simplemente, esperaba la evolución. [...] »Esta organización de la sociedad sobre bases racionales a partir de una ruptura con el pasado debería realizarse, para ser lógica, sobre la sociedad universal, o al menos sobre un ideal universalista, antinacional. »Sin embargo, contra la lógica interna del sistema, el constitucionalismo decimonónico admitió y se aplicó a las nacionalidades existentes, estableciéndose para cada nación una Constitución racional y definitiva que tomaba como objeto y calificativo, precisamente, el nombre de la nacionalidad. Entonces surge un nuevo y extraño sentimiento que, como el antiguo patriotismo, representa una adhesión afectiva a la propia nación, pero que no puede llamarse ya 'patriotismo' porque reniega de la obra de los padres y antepasados, y se funda sobre una ruptura con su mundo y sus valores. Este sentimiento es el nacionalismo». A continuación, Gambra señala dos características del nacionalismo como «nueva fuerza espiritual del mundo moderno»: su naturaleza teórica frente a la meramente afectiva y existencial del patriotismo... y su absolutividad. «Al paso que el patriotismo puede ser un sentimiento condicionado y jerarquizado... en el nacionalismo la razón de Estado es causa suprema e inapelable, y la nación o Estado, hipostasiados, comunidad abstracta, constituyen una instancia superior sin ulterior recurso». El fundamentado juicio de Rafael Gambra responde a un conocimiento auténtico de las bases filosóficas y los condicionamientos culturales en que se gestó la doctrina nacionalista: el idealismo filosófico, elaborado en el contexto cultural del Romanticismo alemán. En esta nota de homenaje a Gambra, no haré sino subrayar los rasgos característicos de este pensamiento en el doctrinario del nacionalismo catalán. Enric Prat de la Riba, en su decisivo manifiesto La nacionalitat catalana, afirma: «Descentralización, autogobierno, federalismo, estado compuesto, autonomismo, particularismo, suben con el astro nuevo, pero no lo son. Una Cataluña libre podría ser uniformista, centralizadora, democrática, absolutista, católica, librepensadora. Unitaria, federal, individualista, estatista, autonomista, imperialista, sin dejar de ser catalana. Son problemas internos que se resuelven en la conciencia y en la voluntad de un pueblo, como sus equivalentes se resuelven en el alma de un hombre, sin que el hombre y el pueblo dejen de ser el mismo hombre y el mismo pueblo por el hecho de pasar por estos diferentes estados». No puedo dejar de recordar la indignación con que leía este texto de Prat de la Riba el padre Orlandis, al dármelo a conocer. Contiene un juicio desorientado y desorientador que explica, probablemente, muchas incoherencias internas y debilidades en las posturas políticas que ven en esto una inspiración de sus actitudes pero, con su vaciedad e inconsistencia, el significativo párrafo de Prat de la Riba es coherente con la inspiración filosófica que revela al escribir «la nacionalidad es un 'Volksgeist', un espíritu social o público». Para los sistemas idealistas en que se plasmaron estos conceptos, este «espíritu del pueblo» es una más cercana y profunda expresión de lo absoluto que la fe o el culto religioso. Aunque tal vez Prat de la Riba no fuese plenamente consciente de ello, se habia ciertamente contaminado e impregnado de aquellas deletéreas concepciones filosóficas. Se explica así que, para negar que la «unidad católica» pueda ser admitida como explicación de la existencia histórica de España, afirme que «es un contrasentido inexplicable hacer de la religión católica, que es por su naturaleza universal, un elemento de diferenciación de los pueblos. Por su origen, por su fin, por su doctrina y por su misión social, la religión católica es incompatible con la acción nacionalizadora que se le atribuye». Podríamos observar aquí el carácter abstracto y, en el fondo, racionalista, que atribuye a la catolicidad de la Iglesia, que siempre, a lo largo de su historia, ha asumido y se ha compenetrado en la vida histórica de los pueblos, de tal manera que no sólo los pensadores católicos, apologistas de la fe y de la Iglesia en los distintos pueblos, sino la misma autoridad jerárquica de la Iglesia, ha hablado frecuentemente y ha reconocido secularmente su presencia generadora de tradición católica en los pueblos. Hace poco tiempo, Juan Pablo II llamó a España «evangelizada y evangelizadora», y nunca la Iglesia ha dejado de proclamarse «generadora maternal» de la vida colectiva y de la tradición de pueblos como Italia, Irlanda, Polonia, Francia o Bélgica. La Santa Sede ha dado el título de Católica a la Corona española, de Cristianísima a la Corona francesa, de Fidelísima a la Corona portuguesa, o de Apostólica a la Corona de Hungría. El pensamiento implícito del extraño juicio de Prat de la Riba se pone más gravemente de manifiesto si continuamos la lectura del párrafo en que acaba de negar la posibilidad de que la Iglesia católica ejerza una acción formadora de la tradición de un pueblo. Escribe Prat de la Riba: «Causa de individualización social sólo podrían serlo las religiones antiguas, las religiones naturales, que nacían en cada pueblo como los otros elementos de la vida popular, como el derecho, la lengua. No lo podrá ser la religión de todas las naciones y lenguas». La extravagancia de estas afirmaciones, desenfocadas y erróneas, pone también de manifiesto que Prat de la Riba no era consciente de que, en la filosofía inspiradora del contemporáneo nacionalismo revolucionario, la negación o total olvido de la trascendencia de lo religioso sobrenatural sobre la sociedad y la cultura humana se apoya, precisamente, en aquella absolutización de lo inmanente. No se da cuenta de que, entendida como «espíritu del pueblo», universalizada y absolutizada en las filosofías idealistas, la nación pasa a tener el papel de las religiones gentiles y a dar desde luego por «cancelada» la economía sobrenatural y divinizante de la Iglesia católica, máximamente apta para ser orientadora y generadora de culturas humanas. Discurso que Francisco Canals Vidal pronunció en la última Reunión de Amigos de la Ciudad Católica, celebrado en Fundación Balmesiana (Barcelona) los días 28, 29 y 30 de noviembre de 2003 |
El «Avenir» y el Galicanismo
Una de las ideas en que con más entusiasmo insistían los redactores del «Avenir» en el tiempo de la efímera vida de la publicación y por la cual más tarde los simpatizantes del célebre periódico continuaron alabándole, fue su posición ultramontana», su campaña antigalicana. Una noticia elemental de la naturaleza, el origen y la evolución histórica de esta doctrina, hasta llegar a la situación en que se encontraba a la caída de la monarquía restaurada, nos hará comprender el especial matiz que tuvo en los que tomaron por lema «Dios y la libertad» esta actitud contraria a las tendencias y simpatías de gran parte del llamado «Ancien clergé». Galicanismo político y teológico Dos conceptos distintos se comprenden en el término galicanismo (de galicano, francés), y hay que tener en cuenta al considerar su origen. Por una parte un conjunto de sistemas teológicos sobre la constitución de la Iglesia como sociedad monárquica y jerárquica, tendentes a someter la monarquía del Romano Pontífice a la aristocracia episcopal; sistemas que no reconocen la infalibilidad del Romano Pontífice, sometiendo sus decisiones al consentimiento del episcopado y subordinando el Papa al Concilio general. Tal es el llamado galicanismo teológico o de los obispos, como le llamaba Bossuet, para distinguirle del galicanismo de los magistrados, el llamado galicanismo político. Este segundo aspecto se orientaba más bien al problema de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Los jurisconsultos y magistrados franceses sustentaban en nombre de la autoridad del Rey cristianísimo un sistema de doctrinas regalistas que tendían por una parte a negar todo poder de la Iglesia sobre la sociedad civil al mismo tiempo que otorgaban al monarca exageradas e injustas facultades que le permitían intervenir despóticamente en la disciplina eclesiástica. Ahora bien, aun siendo diferentes, no sólo el contenido, de sus doctrinas, sino también el motivo que pudo impulsar a unos y otros a sostenerlas –pues en algunos hombres eminentes de entro los teólogos galicanos, como Gerson y Bossuet, pudo influir una preocupación de escuela, mientras que en los parlamentarios aparece el galicanismo como formando parte de una política cesarista y aún laica–, no obstante, no se puede negar que existió entre ambas tendencias íntima relación desde su origen y a lo largo de su evolución histórica. Ello se debe ya al hecho de que también desgraciadamente el galicanismo religioso fuese motivado en algunas personas y situaciones por motivos políticos, ya porque la misma naturaleza de las cosas llevase a un episcopado enfrentado con la Sede Romana a caer forzosamente bajo la tiranía de los monarcas, para quienes ciertamente fueron siempre las llamadas libertades de la Iglesia galicana uno de tantos medios de asegurar su despotismo. Por esto se puede resumir en una breve síntesis histórica la evolución paralela de ambos movimientos. Además, si en el terreno de los hechos fue el galicanismo religioso una consecuencia del político, en un terreno doctrinal las tesis también sustentadas por los teólogos galicanos acerca de la negación del poder aún indirecto del Papa sobre los monarcas, y sobre el derecho divino inmediato de éstos daban a los legistas de la monarquía absoluta los principios en que fundamentar sus intromisiones en la vida de la Iglesia. Origen histórico del Galicanismo Pueden considerarse como primeras formulaciones doctrinales y actuaciones políticas específica y claramente galicanas las correspondientes al reinado de Felipe el Hermoso en su lucha contra Bonifacio VIII. Los precedentes de anteriores épocas, sin embargo, tales como la actitud de Gerberto y Arnulfo de Orleans en tiempos de Hugo Capeto y Roberto, enfrentados con el Pontificado por favorecer éste al Imperio consolidado ya en Alemania, indican en aquella remota época dos caracteres que conservó el galicanismo a través de los siglos: una especie de separatismo nacionalista frente a la Cristiandad europea y el constituir el apoyo al absolutismo e independencia de los reyes de Francia frente a la autoridad pontificia. Contemporáneos a las luchas de Bonifacio VIII el último de los Papas del período de auge del poder pontificio y Felipe el Hermoso, cuyos legistas encarnaban los principios del cesarismo y la independencia del poder laico, fueron los primeros tratadistas sistemáticos del galicanismo: Juan de París, Guillermo Durant. Los legistas de Felipe el Hermoso defendieron en sus libelos toda una serie de doctrinas y prácticas contra la inmunidad de la jurisdicción eclesiástica e incluso contra el derecho de la Iglesia a poseer bienes. El monarca afirmaba su autoridad temporal sin superior alguno en ella en ningún aspecto y los primeros Estados generales en 1302 muestran a los representantes de la nobleza y de la burguesía apoyando esta política real. En el período del Pontificado en Avignon abundaron tales tendencias en casi todas las naciones de Europa; el Cisma de Occidente las acentuó todavía y así el Concilio de Constanza convocado de manera irregular y en realidad asamblea acéfala en sus primeras sesiones iba a proclamar la subordinación del Papa al Concilio ecuménico. El Concilio de Basilea en rebeldía contra Eugenio IV que había ordenado su traslación tomó análogas decisiones. Los galicanos sostuvieron más tarde la validez de tales acuerdos. Dos hombres eminentes, Gerson, canciller de la Universidad de París, y Pedro d'Ailli, los habían propugnado. La monarquía absoluta de los Valois En el siglo XV, durante el reinado de Carlos VII, coincidiendo como otras veces en la historia el galicanismo episcopal y el real, se reúne en Bourges, en 1437, una asamblea de la Iglesia de Francia que adopta la doctrina de los decretos antipapales de Constanza y Basilea; el monarca, en una célebre pragmática, las declara leyes del Reino. De tal modo arraiga esta pragmática en los parlamentos franceses que, aun derogada por el monarca francés a principios del siglo XVI, se continuó considerando ley por los magistrados, y con respecto a ella el Concordato de 1516 entre León X y Francisco I era tenido como privilegio que debía interpretarse restrictivamente en cuanto pudiese derogar «las antiguas libertades de la Iglesia galicana». Lo cual es tanto más notable si se tiene en cuenta que tal Concordato era extraordinariamente favorable a las prerrogativas reales; de él se pudo decir que convirtió al Rey de Francia en el más rico dispensador de rentas vitalicias de toda la Cristiandad; por esto Luis XIV pudo encontrar en 1682 un episcopado suficientemente dócil a sus miras absolutistas. El galicanismo quedó arraigado en la monarquía de [518] Valois. Consecuencia de gran importancia de esto fue que los decretos del Concilio de Trento no pudieron ser promulgados en los dominios del Rey Cristianísimo. La Casa de Borbón y el Galicanismo Las luchas que en la segunda mitad del siglo XVI tuvieron lugar en Francia conocidas con el nombre de Guerras de Religión encerraban dentro de sí un problema de la mayor trascendencia para toda la Cristiandad europea. No triunfó por completo el protestantismo, pero tampoco obtuvo la victoria la llamada Liga Católica apoyada por los Papas Gregorio XIII, Pío V y Gregorio XIV, sino que el jefe del partido protestante Enrique de Borbón con su conversión al catolicismo (recordemos la frase que se le ha atribuido «París bien vale una misa») consiguió ser reconocido como Rey de Francia. Entre los católicos que le apoyaban aun antes de que abjurase del protestantismo, las antiguas doctrinas sobre la independencia del poder civil frente a toda potestad aun indirecta del Papa dieron la base para una serie de tratados de galicanismo político el más característico de los cuales fue «Les libertés de l'Eglise galicane», de Pedro Pitlioti, dedicado en 1594 al Rey Enrique IV. Otro parlamentario, Faye, en 1590, había escrito su «Discurso sobre las razones por las que pudo el clero considerar nulas e injustas las Bulas de Gregorio XIV contra los eclesiásticos que permanecieron fieles al Rey». Los parlamentos inspirados en estos tratados, fueron elaborando las doctrinas del galicanismo político, de un regalismo exacerbado que llegó a afirmar que toda la disciplina exterior de la Iglesia podía considerarse, por algún concepto, sometida al Rey. Contemporáneo a estos escritores fue Richer: con él se terminó de inocular en el galicanismo teológico, la doctrina sobre el derecho divino inmediato de los reyes y su absoluta independencia del poder eclesiástico. Al principio del siglo XVII la monarquía francesa y los parlamentos consideraban las tesis contrarias (sostenidas de modo especial por los jesuitas españoles e italianos: entre ellos Suárez y San Roberto Belarmino), casi con la misma aversión con que eran miradas por los anglicanos del reinado de Jacobo I. Luis XIV y la Asamblea de 1682 El reinado del Rey Sol marca el apogeo del galicanismo en todos sus aspectos, a la vez que el de la monarquía absoluta; los ministros más característicos de la centralización y de la iniciativa del Estado (que era el Rey, como decía Luis XIV) fueron acérrimos partidarios de la doctrina y la práctica galicana y enemigos con no menor ardor del ultramontanismo; así, por ejemplo, el célebre Colbert. Pero el acontecimiento más importante en este aspecto fue la llamada Asamblea del Clero de Francia de 1682, que había de redactar la célebre Declaración o los cuatro artículos, que redujeron a sistema en unas breves proposiciones todos los principios que Informaban la variedad de doctrinas anteriores. No se reunió esta asamblea en forma de concilio nacional principalmente porque temía el Rey que al sobrevenir la condenación pontificia, se hubiese puesto con ello al episcopado francés ante el dilema de renunciar a sus pretensiones o promover un cisma. Se le dio la forma de asamblea extraordinaria del clero al modo de las ordinarias que celebraba cada cinco años el brazo eclesiástico; fue pues, como dice el preámbulo de la misma declaración, convocada por orden del Rey, el fin que se le propuso fue resolver las disensiones ya antiguas sobre la cuestión de las llamadas regalías de la corona, que desde hacía algunos años estaba en aguda tensión; la reunión se componía de 9 arzobispos, 26 obispos, además de los diputados del clero inferior. Habiéndose formado varios partidos que oscilaban entre el más moderado, representado por el gran obispo de Meaux Bossuet y el extremo, cuyo principal jefe era el arzobispo de París Harlay de Champvallon, se intentó redactar por el obispo de Tournai, Choiseul Praslin, una declaración en que se negaba rotundamente la indefectibilidad de la Sede Romana. El gran orador sagrado Bossuet pudo impedirlo; su fórmula era la distinción, absurda por otra parte, entre la Sede Romana y el Papa que la ocupaba, que podía en alguna circunstancia y por algún tiempo errar en la fe. A Bossuet se le encomendó la redacción de los Cuatro Artículos de 1682, que tenían ya un precedente en las seis proposiciones que en 1663 presentó al Rey la Facultad de Teología de la Sorbona. He aquí un extracto del texto de los cuatro artículos: Primero: San Pedro y sus sucesores no han recibido potestad más que sobre las cosas espirituales que conciernen a la salvación, y no sobre las temporales civiles. Jesucristo mismo nos enseña que su Reino no es de este mundo y que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Los reyes y los soberanos en consecuencia no están sometidos a poder alguno eclesiástico en las cosas temporales, no pueden directa o indirectamente ser depuestos por la autoridad del jefe de la Iglesia; sus súbditos no pueden ser dispensados de la sumisión y de la obediencia que les deben o relevados del juramento de fidelidad. Segundo: Los decretos del Santo Concilio ecuménico de Constanza, en sus sesiones IV y V, aprobados por la Santa Sede Apostólica, confirmados por la práctica de toda la Iglesia y de los Pontífices Romanos, observados religiosamente por toda la Iglesia galicana permanecen en toda su fuerza y vigor. La Iglesia de Francia no aprueba la opinión de los que niegan la autoridad de tales decretos. Tercero: El uso de la potestad apostólica debe estar reglamentado según los cánones consagrados por el respeto general, las reglas, costumbres y constituciones recibidas en el reino deben ser mantenidas y los límites establecidos por nuestros padres permanecer inquebrantables. Cuarto: Aunque el Papa tenga la parte principal en las cuestiones de fe... su juicio no es irreformable a menos que intervenga el consentimiento de la Iglesia. Tales fueron los acuerdos de aquella asamblea que por un edicto real se convirtieron en Ley del Reino. El Papa [519] Inocencio XI en el Breve «Paternae Caritati» declaró nulos todos los actos de aquella reunión. Actualmente la defensa de cualquiera de los tres últimos artículos constituiría herejía, después de las definiciones del Concilio Vaticano. El conflicto no terminó hasta 1693 en el Pontificado de Inocencio II; existían entonces en Francia cuarenta diócesis sin pastor, por haberse negado los Papas a confirmar los nombramientos que para los obispados vacantes hacía Luis XIV, de entre los clérigos, comprometidos en la Asamblea. Una vez derogada la Declaración continuó, no obstante, siendo considerada como ley por los Parlamentos franceses. El siglo XVIII Más que entretenernos en otros episodios de la historia del galicanismo observemos más bien el hecho general en Europa durante el siglo XVIII de la difusión y arraigo de las doctrinas regalistas: el derecho de placet regio para las leyes eclesiásticas; la negación del poder coercitivo de la Iglesia; la subordinación de ésta al Estado; el quebrantamiento de la jurisdicción eclesiástica. En todos los países las monarquías absolutas son despóticas en lo religioso; una conspiración de soberanos católicos dos Reyes Cristianísimo, Católico y Fidelísimo) había de producir la extinción de la Compañía de Jesús. Las corrientes galicanas se embeben de espíritu jansenista mientras que influyen en otras tendencias más radicales, como el Febronianismo en Alemania. La monarquía austriaca encuentra en el emperador José II, el más característico representante del despotismo ilustrado», que llega al límite del cisma. Al finalizar, pues, el siglo de apogeo del estado absoluto, se encuentran la Iglesia, en los Estados católicos, bajo un régimen de «tiranía, con el especioso título de protección y patronato». La revolución francesa Pero la Revolución francesa, ya en su primera fase, antes del período jacobino había de llevar consigo el triunfo más rotundo de las doctrinas galicanas: tal fue la Constitución civil del clero y la confiscación por el Estado de los bienes de la Iglesia. El Imperio napoleónico, hijo de la Revolución francesa, continuaría esta política por medio de los llamados Artículos orgánicos informados en el antiguo espíritu galicano; el Estado que había creado la Revolución quería tener bajo su dominio a la Iglesia. La restauración Al sobrevenir la Restauración no desapareció ese espíritu, durante ella el ministerio Villele intentó resucitar los Cuatro Artículos imponiendo su enseñanza en los seminarios, sin que pudiese conseguir mucho en este sentido. Tampoco los partidarios del absolutismo habían entendido la lección de los acontecimientos: continuó entre ellos y en el llamado «ancien clergé» el apego a las antiguas tendencias galicanas. El más temible adversario de la doctrina galicana en esta época fue Lamennais, en su obra «De la Religión considerada en sus relaciones con el orden político y civil» escrita en 1826; en este mismo año dieciséis obispos franceses firmaban una declaración favorable a los Cuatro Artículos. Después de la Revolución de Julio el galicanismo había de continuar con gran ascendiente en la política de la monarquía francesa. La posición antigalicana del «Avenir» Para comprender el punto de vista que adoptaban al atacar el galicanismo los redactores del «Avenir» consideremos una frase que escribía Lacordaire en 1838: «¿Qué es lo que apreciamos en estos tiempos modernos que se han iniciado con la revolución americana de 1774? Apreciamos, principalmente, la ruina de tres elementos destructores de la Iglesia, nuestra eterna patria: el absolutismo, el galicanismo y el racionalismo». Esta afirmación no es más que representativa de otras muchas análogas, en sentido ponderativo de las ventajas que ofrecía a la Iglesia, la sociedad basada en los principios del derecho moderno, según el cual la Iglesia debe gozar las ventajas de la libertad, como afirmaba Montalembert «no invocándola como privilegio, sino sólo como su parte en el patrimonio común de la sociedad moderna». Desde este punto de vista venían a afirmar que siempre que la Iglesia católica fuese reconocida en sus derechos de sociedad perfecta y soberana, como oficial en un Estado que los negase a las sectas heréticas y demás religiones falsas, era forzoso que la Iglesia quedase sometida al poder civil y encadenada a las directrices de la política. Alegaban para demostrar históricamente su tesis el ejemplo de los estados despóticos que han querido siempre consolidar su despotismo por medio de la religión y a la vez la han encadenado para que no se pudiese oponer a sus designios. Ahora bien, hay que concederlo: tal fue el origen del cisma oriental y la causa de su persistencia, tal fue también en muchos aspectos la causa del protestantismo en especial del luterano y anglicano. También es cierto que las doctrinas galicanas y febronianas y el josefinismo austriaco causaron graves daños a la Iglesia. ¿Pero no fue la Revolución Francesa la que llevó a sus últimas consecuencias las doctrinas galicanas y regalistas? La absoluta independencia del poder civil frente a la autoridad religiosa es el Precedente de la separación de la Iglesia y del Estado y la tendencia a someter de hecho a la Iglesia a la autoridad política tiene sólida base teórica en que apoyarse si se niega a la Iglesia su carácter de sociedad sobrenatural y suprema, al equipararla a toda especie de culto. De aquí que, cuando avanzado el siglo pasado, sobrevinieron las condenaciones de Pío IX contra las tesis liberales, las más destacadas figuras de la tendencia católico-liberal cambiaron su actitud antigalicana y achacaron tal variación de actitud a la diferencia de las circunstancias. Montalembert justificaba su posición afirmando que el galicanismo que había combatido anteriormente era el político, no el religioso, tesis insostenible por la íntima relación que entre sí tienen. En el fondo le movía en esto la misma tendencia que hacía emitir a Mgr. Sibour, en 1853, la siguiente apreciación: «La escuela ultramontana era recientemente una escuela de libertad; se ha hecho ahora de ella una escuela de esclavitud que quiere llevarnos por una doble idolatría: la idolatría del Poder temporal y la del espiritual». Francisco Canals Vidal Fuente: Revista ño II, nº 41, páginas 517-519 Barcelona-Madrid, 1 de diciembre de 1945 |
El neotomismo italiano en la restauración escolástica
En abril del año 1850, coincidiendo con el regreso a Roma del Papa Pío IX, después de la revolución que le había expulsado de sus Estados, aparecía en Nápoles una revista redactada por Padres de la Compañía de Jesús, y en cuya fundación había tenido la iniciativa el propio Papa; se titulaba «La Civiltá Cattolica» y trasladada en breve a Roma conseguiría pronto un prestigio destacadísimo. Es notable considerar las circunstancias del momento de su aparición y lo significativo del título que tomaba como bandera. En Italia, como en toda Europa, la profunda Revolución de 1848 iba de vencida; atajados sus efectos más radicales, parecería a muchos que también se había frustrado en todas partes lo más substancial de los propósitos revolucionarios. Pero en la introducción del primer número de «La Civiltá» encontramos las siguientes palabras: «No sabemos si la tranquilidad que al presente goza Italia es la paz o una tregua. El que considere a qué elementos está condicionada la tranquilidad no podrá tenerla ciertamente por paz definitiva. Ha [116] sido conseguida con las armas y, asegurada con su dominio, no parece tener por ahora otra garantía»; y pocas líneas más abajo se anuncia el programa de la publicación: «Su principal intento será conducir de nuevo las ideas y el movimiento de la sociedad a aquel concepto católico de que parece haberse apartado desde hace tres siglos». El instrumento que mantenía a la sazón el orden en Italia y había hecho posible el regreso del Sumo Pontífice a sus Estados era el ejército francés enviado por el entonces presidente de la República Luis Napoleón Bonaparte, futuro Napoleón III, considerado también en su patria como garantía de la salvación de la sociedad, por la fuerza, frente al socialismo de 1848. Pues bien, es digno de considerarse que aquel hombre a quien apoyaba el voto de la mayoría de los católicos franceses (incluso muchos legitimistas se lo habían otorgado) afirmaba en aquel mismo año que las elecciones que le habían elevado al poder «expresaban, como las de 1804, la voluntad de la nación de salvar por medio del orden los grandes principios de la Revolución francesa». Los jesuitas redactores, de La Civiltá Cattolica, por el contrario, se proponían defender la acción de la Iglesia en la sociedad como la única salvaguardia de los grandes principios de la civilización cristiana, de cuyo mantenimiento se desprende como fruto el orden y el progreso social. Propugnaban, pues, una sociedad cristiana, la Cristiandad. Muy pronto inició la revista un aspecto sustancial de esta tarea; no sólo cuestiones político-religiosas y sociales llenarían sus páginas, sino que se convertiría a partir de 1853 en órgano de difusión de la filosofía escolástica y en especial de la de Santo Tomás, como base del «progreso filosófico posible en el tiempo presente»; así se titula el artículo del P. Liberatore en que por primera vez anuncia aquel propósito; en él propugna la doctrina de Santo Tomás como la única que puede poner fin a la anarquía filosófica reinante y la sola bandera que puede unir a las inteligencias católicas en una tarea común. Durante cuarenta años este autor tuvo como tarea constante de su colaboración en La Civiltá la defensa de la escolástica. Este entusiasmo por la restauración tomista era común a todos los primeros iniciadores de la publicación; así el Padre Curci, que desgraciadamente apostató después por oponerse a la actitud de Pío IX en la cuestión del despojo de su soberanía temporal; y el P. Taparelli. Su labor, que no era ya una cosa aislada, pues por aquellas fechas se iba abriendo camino la neoescolástica en Italia, tiene unos interesantes precedentes tanto más notables cuanto más se alejan de los tiempos en que se había ido preparando el ambiente y facilitando algo la empresa. En este sentido (teniendo en cuenta, además, que nunca se había extinguido del todo la pura ortodoxia escolástica ni aún en pleno siglo XVIII) debemos retroceder a los primeros años del pasado siglo y encontraremos unos hombres que trabajando solitarios en ambiente adverso formaron o influyeron en la formación de los Liberatore, Prisco, Taparelli, Cornoldi. Los más representativos de esta época preparatoria son los hermanos jesuitas, Serafín y Domingo Sordi y el canónigo de Nápoles Cayetano Sanseverino. El neotomismo placentino y napolitano Por los años 1806 a 1826, enseñaba en el Seminario de Placencia un sacerdote, Vicente Buzzetti, cuya enseñanza difería notablemente de la que por aquel tiempo predominaba; en lugar de seguir, como muchos otros, las corrientes sensista o cartesiana, él era un ferviente y consecuente tomista. En otro artículo de este mismo número se habrá visto que a los jesuitas españoles desterrados les cabe la gloria de haber conservado la preciosa semilla del amor a la escolástica. Entre los discípulos que Buzzetti formó figuran los dos hermanos Sordi que habiendo ingresado, ya sacerdotes, en la Compañía de Jesús, habían de ser los que desarrollarían en ella aquellas ideas fecundas. El que más influyó de manera directa fue el P. Serafín Sordi; poco tiempo después de su entrada en la Compañía, en 1816, decidió con su ejemplo y enseñanza la orientación tomista de uno de los futuros redactores de La Civiltá: Padre Taparelli. En largos años dedicados a la enseñanza, siendo después Provincial de Roma por los años en que iniciaba el P. Liberatore sus trabajos en aquella revista, influyendo por fin en la orientación filosófica del Colegio Aloisianum, donde se formaban los jesuitas de la Provincia Veneta, puede decirse que toda su vida estuvo dedicada a una fructuosa labor de propagación del neotomismo. En análogo sentido se orientó la actividad de los Padres Domingo Sordi y Luis Taparelli entre los jesuitas napolitanos; del tiempo en que siendo este último Superior de la Provincia, de 1829 a 1833, consiguió imprimir a los estudios filosóficos una decidida orientación escolástica, proceden los Padres Curci y Liberatore. En la misma ciudad de Nápoles un hombre que tenía que representar papel destacadísimo en la restauración escolástica, Cayetano Sanseverino, se convertía de ecléctico y cartesiano en fiel discípulo de Santo Tomás. A su iniciativa se debió la fundación, en 1841, de la revista Scienza e fede, y la creación en el Liceo Arzobispal de Nápoles, en 1847, de la Academia de filosofía tomista, formada por sacerdotes que por sus enseñanzas se habían consagrado al estudio de Santo Tomás y que sirvió de modelo a instituciones posteriores análogas. Entre los discípulos de Sanseverino figuran hombres de importancia excepcional en la difusión de la enseñanza escolástica, tales como José Prisco, más tarde Cardenal, y Salvador Tálamo. El progreso de la neoescolástica Al iniciarse la segunda mitad del siglo pasado el movimiento fue adquiriendo en Italia mayor amplitud y vigor. En 1850 se empezó a utilizar la Summa Theologica como texto de enseñanza en el Colegio Minerva de los dominicos, que también promovieron la edición de las obras completas del Doctor Angélico. En aquel centro docente se formó el Padre Tomás Cigliara creado también con posterioridad Cardenal y cuya Summa Philosophica (1876) habría de ser uno de los textos clásicos. La labor de las figuras representativas de la neoescolástica, antes nombradas, iba cristalizando en nuevas obras o ediciones renovadas de otras anteriores. Citemos las Institutiones Philophicae del P. Liberatore, que editadas por primera vez en 1841 fueron modificadas en sentido de mayor pureza tomista en años posteriores (editadas once en 1854); los trabajos de Sanseverino, en especial la Philosophia Christiana cum antiqua et nova comparata (1862); los Elementos de Filosofía de Prisco. Estas obras fueron la base de la difusión de la filosofía tradicional en los centros eclesiásticos de Italia y las demás naciones. Aparecía, pues, en esta época, una nueva generación de eminentes escolásticos, que enlazan aquellos como primeros patriarcas del movimiento con el florecimiento del siguiente pontificado. Ciertamente que contemporáneos de éstos, otros como Torgiorgi y Palmieri se apartan de las doctrinas estrictamente escolásticas en puntos importantes; pero el núcleo de los fieles seguidores de la doctrina de Santo Tomás de Aquino permitiría años después al Papa León XIII conseguir que ocupasen las cátedras de los centros más importantes de enseñanza de Roma nombres de pura ortodoxia tomista. Mencionemos entre éstos al jesuita P. Cornoldi, que habiendo sido orientado hacia el tomismo por influjo en parte del P. Serafín Sordi había de difundirlo desde la Universidad Gregoriana. También en esta época, a imitación de la Academia fundada por Sanseverino en Nápoles se iban creando otras con [117] el mismo fin. Con la finalidad de evitar el divorcio entre la filosofía tradicional y las ciencias físico-naturales se formó por el P. Cornoldi en 1874 la Academia Filosófico-Médica de Santo Tomás en Bolonia y sobre todo hay que destacar por lo significativa la fundación de una de estas asociaciones en el Seminario de Perusa por el entonces Arzobispo de aquella ciudad el futuro Papa León XIII, que no contento con promover la doctrina del Angélico solicitó de Pío IX la proclamación del Santo como patrono de la enseñanza católica. La publicación de tratados clásicos de los más célebres restauradores y la creación de academias y asociaciones dirigidas al mismo fin fueron el instrumento de una difusión de la escolástica, causa de que al advenimiento de León XIII al pontificado estuviese ya preparado en cierto modo el terreno de manera que el acto pontificio de la Encíclica Aeterni Patris (1879) más que imponer autoritariamente venía a sancionar desde la cátedra de San Pedro un espíritu que desde largo tiempo había ido creciendo y fructificando providencialmente en la Iglesia. Los instrumentos de aquella obra fueron los precursores que años atrás habían sabido encontrar en la escolástica las soluciones de los problemas intelectuales e incluso sociales de los tiempos modernos. Francisco Canals Vidal Publicado en la Revista Cristiandad año III, nº 48, páginas 115-117 Barcelona-Madrid, 15 de marzo de 1946 |