En torno a la revolución

 

En torno a la revolución.[1]

 

Se están sembrando vientos, años y años seguidos, y os echáis asombrados las manos a la cabeza cuando sobreviene la tempestad. Estáis sentando principios revolucionarios años y años; y cuando vienen las naturales consecuencias, decis que es un asombro, que es un pasmo, y anatematizáis esas consecuencias. ¿Y por qué no las causas, que llevan siempre consigo sus naturales efectos?


Hace tres siglos, decía ayer mi particular amigo el señor Moreno Nieto, de cuyos labios brota alguna vez, sin quererlo, la verdad (la verdad brota siempre de los labios de su señoría: la doctrina verdadera brota alguna vez de sus labios, aun contra su intención y su deseo, aconteciendo en ocasiones que el final de sus períodos contradice lo que ha dicho al principio); hace tres siglos que la Europa se agita y desenvuelve fuera de la esfera de los principíos católicos; esto decía ayer, y esto confirma ahora con la cabeza el señor Moreno Nieto.


Pues si la Europa hace tres siglos que se agita fuera de los principios católicos; pues si se está predicando un día y otro el principio revolucionario; pues si estamos sembrando vientos, ¿ qué hemos de hacer sino recoger tempestades? ¡Y después venís a lanzar anatemas contra la tempestad! ¡Ah, señores!, sed lógicos; lanzad anatemas contra los vientos; y si los vientos sois vosotros, lanzad anatemas sobre vosotros mismos. Sí se está hace tres siglos fuera de los principios católicos sobre todo desde 1789 se está predicando revolución, mansa o fiera, sin interrupción de un solo día ni un solo momento. Pues yo digo al señor Marena Nieto, digo a la Asamblea y digo a mi país, con el derecho que me asiste como diputado para que oiga de mis labias la verdad, que mientras no cese esa predicación, es imposible apagar incendias como el de París; que son insensatos, que no conocen lo que traen entre manos, que no saben nada de Historia, ni de filosofía, ni de política, ni de lógica, ni conocen el corazón humana aquellos que andan averiguando la causa de las incendios de París. Esos incendios, señores, consisten en que hace siglos que se está predicando el principio revolucionario, en que hace siglos que está la sociedad combatida por el protestantismo, por el racionalismo, por el odio a la Iglesia de Dios. Esto es trivial, esto es sencillo, como tantas casas graves que parecen difíciles y profundas, cuyas causas hay que buscar con sencillez a la luz del sentido común; y cuanto más sencilla es la explicación, más es verdadera y exacta.


¡La revolución! ¿ No recordáis, señores (yo quiero recordárselo a mi patria desde este sitio), no recordáis que bajo el reinada pacífica, tranquilo, constitucianal y parlamentario del Napoleón de la paz, de Luís Felipe I, se publicaban en Francia periódicos ministeriales cuyas artículos de fondo predicaban el orden material, y cuyos folletines eran Los Misterios de París y El Judío Errante?


¿ No recordáis, señores diputadas, que durante el imperio se ha publicada la Vida de Jesús por Renan, y era Renan un empleada del imperio? ¿ No recordáis que la guerra contra Prusia se ha emprendido al compás de la Marsellesa, y escribiendo en la bandera de Francia las principios, inmortales, según ellos, sacrílegos llamo yo, de 1789? ¡Y luego se pregunta cuál es la causa de los sucesos de París! Y luego os asombráis cuando veis que la pólvora arde instantáneamente al aplicarle la mecha, y lanzáis maldiciones sobre el que aplica la mecha, y nada decís, antes bien apretáis la mano del que ha hacinado tan gran cantidad de pólvora, sin la cual hubiera sido imposible que ninguna mecha le fuera aplicada! ¡Tales combustibles era imposible que dejaran de arder, aunque sólo fuera por su simple contacto en la atmósfera emponzoñada y caliginosa! Maldecid, maldecid, en buena hora a los incendiarios, liberales de todos los matices; que Dios y la conciencia de todos los hombres imparciales y rectos saben a quién maldecís, sobre qué cabezas recaen vuestras ardientes y espantables maldiciones.


Pues esta que es casa llana; esta que se encuentra y se registra sin necesidad de grandes elucubraciones filosóficas; esto lo va aprendiendo el pueblo español; esto lo va aprendiendo el pueblo francés, esto lo va aprendiendo el pueblo todo de Europa, y el día en que lo haya acabado de comprender, y no debe tardar mucho tiempo, se ha acabado vuestra dominación aquí, en Francia y en toda Europa.


Por eso, una vez buscada la causa tan natural y sencilla como acabáis de oír, y es la única verdadera; una vez explicada la causa de los incendios de París, sale a la mano el remedio que hay que poner a los males de Francia; el remedio que hay que poner a los males de Francia es levantar sobre las ruinas humeantes de París el Trono de Enrique V.


iAh! ¡Las incendios de París! ¡Ah! ¡El castigo de Francia! Tenía razón el otro día el señor Castelar. Es menester volver a los tiempos bíblicos; es menester recordar la destrucción de Nínive y Babilonia para encontrar algo con que poder comparar las catástrofes que acaban de azotar a la ciudad de París.


Es la primera ciudad que se castiga a sí misma; la ciudad de París es la primera ciudad, al menos que yo recuerde que se haya impuesto con sus propias manos ensangrentadas la tremenda expiación de sus vicios y de sus crímenes; la única que con el fuego de sus entrañas abrasa las entrañas de sus hijos. ¡Si parece que para no recibir el fuego del cielo ha ido a buscarlo ella misma a los infiernos! Sí. ¡Lucifer en persona les incendia las teas! ¡Castigo más ejemplar que el de Nínive y Babilonia!


Un poeta revolucionario, Víctor Hugo, no hace mucho tiempo declaró a la faz de Europa que la ciudad de Paris es el corazón y la cabeza de la civilización moderna, que aquella ciudad piensa por toda la moderna civilización; que aquel es el corazón con que late todo el mundo de la moderna civilización.


Pues bien, como la civilización moderna estaba anteriormente condenada por labios infalibles, era natural que cayese sobre su cabeza y sobre su corazón el fuego del cielo, puesto por las manos de aquellos que tenían levantado el pendón de la civilización moderna en las calles de París. ¡Tenemos oídos, y no oímos! ¡Tenemos ojos, y no vemos! Señores diputados, ¡somos duros de cerviz! Nos pasa exactamente lo que pasaba al pueblo de Dios. Nos pasma cuando lo leemos; nos maravilla en los libros sagrados, y, sín embargo, nos sucede lo propio. Vemos el castigo, y nos estremecemos y no escarmentamos. No de otra suerte que el pueblo judío, que de pecado en pecado, de abominación en abominación, y de castigo en castigo, doblaba por un momento la pecadora cabeza y, duro de cerviz, volvía a levantarla para reincidir en el pecado, hasta llegar a la tremenda escena del Calvario, así nosotros estamos presenciando la intervención, que ya parece personal, de Dios; y, duros de cerviz, no queremos caer de nuestros errores; no queremos oír la voz de la Providencia; no queremos ver las señales clarísimas de la justicia divina.


Hoy nos avisa, y nos llama, y nos da tiempo; mañana será tarde, y nos enviará el tremendo castigo, como a la Francia vencida y postrada; como a París incendiado y profanado.


¿ Creéis, señores diputados, que estoy hablando en son de profecía? Pues aparte de que todo el mundo sabe, y aquí se ha recordado en la discusión hace pocos días que en las obras de De Maistre, Donoso Cortés y Balmes, únicos españoles los dos últimos que en el presente siglo han tenido la suerte de dar la vuelta al mundo; aparte de que en las obras de estos tres escritores que acabo de citar está previsto lo que había de suceder y está sucediendo, un escritor, en agosto de 1859, escribía en España lo siguiente: ¿ A dónde vamos? A una catastrofe, si no torcemos el rumbo. ¿ Qué tierra pisamos? Un volcán que hierve, cuyo ruido subterráneo se oye y cuyo cráter está próximo a reventar con pavoroso estruendo. ¿ Quién tiene la culpa? Todos. ¿ Quién va extraviado? La sociedad entera. ¿ En qué? En filosofía, en política, en ciencia, en artes; es, a saber, en todo. ¿Por qué? Porque ha equivocado el camino del verdadero progreso. ¿ En qué consiste el error? En que ni tiene fe, ni vive con esperanza, ni se ilumina con los resplandores de la caridad. Por esto buscamos la libertad, y damos con la más repugnante tiranía deseamos la ilustración, y protegemos la enseñanza frívola, matando la verdadera ciencia y destrozando la bella literatura; proclamamos el triunfo de la inteligencia, y somos víctimas miserables del materialismo y de la duda;nos llamamos hijos del progreso, y estamos en decadencia. Los ojos de muchos no ven más que los adelantamientos portentosos y los descubrimientos admirables de la presente edad; pero nuestra vida contempla sin querer una enfermedad horrible, una decepción tremenda, una hermosura ficticia causada por la fiebre; contempla el triunfo de la materia sobre el espíritu, del cuerpo sobre el alma, de la farsa sobre la realidad. La sociedad está adornada y bella, sí, como los sepulcros blanqueados y cubiertos de barniz; goza y ríe, sí, como la mujer nerviosa a quien hace reír el accidente, y en quien la sonrisa se convierte en carcajada, y una carcajada sucede a otra, hasta que a fuerza de reír muere destrozada la enferma.


Ahora bien, es claro, es evidente, resultar de los términos precisos de la Constitución, que yo estaba en mi derecho escribiendo el voto particular que he presentado.


¿ y qué había yo de hacer sino decide, como siempre se lo dijeron los antiguos procuradores a sus legítimos reyes, la verdad al monarca elegido por las Cortes Constituyentes? Si no se la decimos mis amigos y yo, ¿la habrá de oír de boca de sus cortesanos?


Hace pocas horas que por casualidad han caído en mis manos unos versos, que yo no podré decir que sean buenos, porque soy lego; pero sí diré que son exactos: son de un miembro importante de la mayoría de uno de los Cuerpos colegisladores; de un adicto y aficionado a la nueva corte. Dice asi:

 

Ni dignidad, ni honor a cortesanos,

ni otra cosa que aplausos les demandes.

La Historia nos refiere que aplaudieron

cuando Nerón asesinó a su madre.

 

Tiene razón el poeta adicto a la nueva dinastía. Si yo no le digo la verdad, ¿ se la han de decir sus cortesanos ?


Señores diputados, ¿ no os parece que en estos tiempos habrá, es posib1e que haya algún monarca muy aplaudido por sus cortesanos, que, ya que no asesine a su madre, encarcele a su padre y luego, para mayor escarnio, le regale una irrisoria ley de garantías para que ejerza las funciones, deberes y prerrogativas de padre? ¿ No es posible que haya en Europa algún monarca que abofetee a su padre, le escarnezca, le aprisione y le encarcele, que sea su sayón y su verdugo, y le diga «Ave, Rex» y le ponga encima de su cruz, sobre su corona de espinas, «inri» para mayor baldón y ofensa? Pues bien, ni mis amigos, ni yo, ni España católica, querríamos tener con ese hijo rebelde y sacrílego, rey parricida, directa ni indirectamente, relación alguna de ninguna especie. La Historia diría de ese monarca que sólo sus cortesanos le aplaudieron cuando encarceló a su padre. (Una voz: ¿ Y Carlos VIII?) No he oído bien la interrupción; pero si es que entre los primeros revolucionarios figuran reyes y emperadores, lo acepto. Ya lo sé; víboras coronadas que se han ensañado con el Vicario de Jesucristo, que han clavado su diente ponzoñoso en el Solio de Pedro, que han llenado de amargura el corazón de diversos Pontífices, que han sido cómplices y precursores de la revolución. Ya lo sé, y proclamo que son más criminales a los ojos de la posteridad y a los ojos de la conciencia humana que las turbas que incendian los edificios y degüellan infelices ciudadanos.


Sobre ellos lanzará la Historia su anatema, y la posteridad los maldice y los maldecirá, como ha maldecido a Nerón, a Calígula y a los Césares de la antigua Roma.


¿Se necesita mucha perspicacia para comprender y explicar que con el actual sistema (y llamó así a lo que llamado de otro modo excitaría reclamaciones del señor presidente e interrupciones de la mayoría; es un acto de cortesía y de respeto usar la palabra sistema en una acepción que ya comprenderéis lo que significa); se necesita mucha perspicacia para explicar que bajo el dominio del actual sistema es absolutamente imposible el gobierno? Pues cuando el gobierno es imposible, ¿qué hay que hacer? Sacad vosotros la consecuencia, que el pueblo la sacará en el momento que encuentre explicado el hecho.


El juego que se llama de las instituciones, y que ya sabéis colocaría yo en el número de los juegos prohibidos, es necesario para vuestra existencia. Pues bien, estas Cortes son el reflejo, imperfecto en el número, pero perfecto en el conjunto del cuadro, son un trasunto del estado del país, Cuantas veces acudáis al colegio electoral, variando, la relación numérica de las grupos, se obtendrá el mismo resultado,: un número grande de republicanos, otro número mayor de tradicionalistas, algunos conservadores liberales y una mayoría compuesta de individuas de la antigua Unión Liberal, de progresistas y de demócratas, ¿ Formáis un Gobierno compuesto de estos últimos? Pues su existencia sería imposible agregándose a las oposiciones los progresistas y los de la Unión Liberal.


¿Formáis un Gobierna sólo de progresistas? Pues sucedería lo mismo con los demócratas y los unionistas. Estáis, por tanto, condenados a perpetuos ministerios de coalición; es decir, a ministerios impotentes; es decir, a ministerios que no hayan intentado nada, que se contenten con derribar y deshacer; es decir, con ministerios en que el día que hable el señor Sagasta es indispensable que hable también el señor Martos, porque el señor Sagasta, que contenta a los progresistas, saca de tino a los demócratas, y porque el señor Martos, que agrada a los demócratas, pone fuera de sí a las que fueron de la Unión Liberal.


¿Es esta gobernar? Así sucede hoy mismo en el proyecto de mensaje con el párrafo, relativa a la insurrección de Cuba. Los demócratas exigirían que se prometan no, sólo, concesiones liberales a los hijos del país, sino, la inmediata libertad de los esclavos, y esto le parecerá mal al señor Romero Robledo, como le pareció en anteriores legislaturas, y lo mismo a mi amigo particular el señor Ayala, ministro de Ultramar, por más señas; pero habrá que hacerlo; no, habrá más remedio que escribir en el mensaje un párrafo, sobre Cuba en este sentido, aunque creáis algunos que eso es enviar fusiles y pólvora a 1os rebeldes, Porque si no, os faltarán los votos de cuarenta demócratas, ¿ Estáis contentos con gobernar de esa manera? Pues no os envidio el placer de gobernar así al país ni felicito al país por ser así gobernado. Para esta ha de concurrir también otra condición indispensable: la de que sirva de lazo de unión a esas tendencias diversas, y algunas veces opuestas, un presidente del Consejo de Ministros en tales condiciones, que así pueda servir para regente irresponsable como para presidente incoloro de un ministerio. Formalmente hablando¿ podéis gobernar de otra manera?


Pues si no podéis gobernar de otra manera, la verdad es que no, podéis gobernar de ninguna: os sostendréis dos o tres legislaturas, y no han de ser muy largas; pero, en pasando, este breve período, es imposible que continuéis así. Esta situación no se puede prolongar, porque es la anarquía en el Poder, de la que han de resultar una serie de consecuencias fatalísimas para la patria. El día que abráis los ojas tendréis todos, todos, todos, sin exceptuar a nadie, que hacer un rasgo de abnegación, único que puede salvar a España.

 

(Fragmentas del discurso, pronunciada en el Congreso, en la sesión del 2 de junio de 1871.)



[1] Del libro El tradicionalismo español del siglo XIX, selección de Vicente Marrero, Dirección General de Información Publicaciones Españolas, Madrid, 1955.

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