
La célebre escritora francesa George Sand, seudónimo de Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa Dudevant (París, 1 de julio de 1804 - Nohant, 8 de junio de 1876), pasó el invierno de 1838-39 con sus hijos y Chopin en la Cartuja de Valldemosa en Mallorca. Este viaje fue luego descrito en su libro Un invierno en Mallorca (Un hiver à Majorque), publicado en 1855, libro en donde figuran dos breves reseñas sobre la guerra civil entre carlistas e isabelinos que se desarrollaba en España (1833-1840).
Por su interés reproducimos dos fragmentos del libro “Un invierno en Mallorca”.
Carta dirigida a François Rollinat:
Nada te he dicho aún de Barcelona, donde hemos pasado, sin embargo algunos días bastante ocupados, antes de embarcarnos para Mallorca. Ir por mar de Port-Vendres a Barcelona con buen tiempo y en un buque de vapor, es un delicioso paseo. Volvimos a encontrar de nuevo en las costas de Cataluña el aire primaveral que en noviembre habíamos respirado en Nimes, pero que no habíamos encontrado ya en Perpignan; el calor del verano nos esperaba en Mallorca. En Barcelona una fresca brisa del mar templaba los rigores de un sol brillante, y barría de nubes los dilatados horizontes limitados en la lejanía por las cumbres de las montañas, unas, negras y peladas, otras, blancas, cubiertas de nieve. Hicimos una excursión por el campo, después de que los buenos caballos andaluces hubieron comido su buena ración de avena, a fin de que nos devolvieran rápidamente al interior de los muros de la ciudadela, en el caso de tener un mal encuentro.
Bien sabes que por aquella época (1838) los facciosos recorrían todo el país en bandas vagabundas, cortando los caminos, invadiendo pueblos y aldeas, imponiendo tributos hasta a los más insignificantes caseríos, domiciliándose en las fincas de recreo distantes aproximadamente media legua de la ciudad y saliendo de improviso de cada roquedal para pedir al viajero la bolsa o la vida.
Nos atrevimos, sin embargo, a bordear durante algunas leguas el mar y no encontramos más que algunos destacamentos de "cristinos" que iban hacia Barcelona. Se nos dijo que eran las mejores tropas de España, y en efecto, eran buenos mozos y no mal vestidos para venir de la guerra. Pero hombres y caballos estaban bastante delgados; unos tenían la cara tan macilenta y demacrada y los otros la cabeza tan baja y los ijares tan hundidos, que al verlos se sentía la angustia del hambre.
Un espectáculo más triste aún, era el que ofrecían las fortificaciones, levantadas alrededor de las más humildes aldeas y ante la puerta de las más humildes chozas. Unas veces un pequeño muro circular de piedra seca, una torre almenada, alta y maciza ante cada puerta, y otras, muros provistos de troneras, alrededor de cada tejado, atestiguaban que ningún habitante de estas ricas comarcas se sentía seguro. En muchos sitios estas pequeñas fortificaciones, en ruinas, tenían impresas las huellas recientes del ataque y de la defensa.
Una vez franqueadas las formidables e inmensas fortificaciones de Barcelona, no sé cuántas puertas, puentes levadizos, poternas y baluartes, nada nos sugería ya que la ciudad estuviera en armas. Tras la triple cadena de cañones y aislada del resto de España por el bandolerismo y la guerra civil, la alegre juventud de Barcelona tomaba el sol en la rambla, larga avenida bordeada de árboles y edificios como nuestros bulevares. Las mujeres, bellas, graciosas y coquetas, se preocupaban únicamente de los pliegues de sus mantillas y de juguetear con sus abanicos. Los hombres, fumando, riendo, charlando, flechando a las damas, comentando la ópera italiana, y sin preocuparse, al parecer, de lo que sucedía al otro lado de las murallas. Pero llegada la noche, terminada la ópera, mudas las guitarras y entregada la ciudad a los vigilantes paseos de los serenos, no se oían, sobre el monótono ruido del mar, más que los siniestros gritos de los centinelas, y las detonaciones, más siniestras todavía, que, a intervalos desiguales, se oían espaciadas de distintos sitios, repentinos o continuados, cerca unas veces, lejos las otras, y siempre hasta los primeros albores de la mañana. Entonces todo quedaba en silencio una o dos horas y los burgueses parecían dormir profundamente mientras se despertaba el puerto y la marinería comenzaba a rebullir.
Si las horas de esparcimiento y paseo osaba alguien preguntar qué eran aquellos extraños y pavorosos ruidos de la noche, se le respondía, sonriendo, que a nadie interesaba y que era más prudente no intentar averiguarlo.
El carlismo de los campesinos de Mallorca no puede explicarse más que por razones materiales, pues es imposible, por otra parte, hallar una provincia menos unida a España por un sentimiento patriótico ni una población menos exaltada por el fervor político. A pesar de los votos secretos que hacían para la restauración de las viejas costumbres, no dejaban de estar aterrados por toda reforma, cualquiera que fuese, y la alarma que había puesto a la isla en estado de sitio en la época en que permanecimos allí, asustó tanto a los partidarios de don Carlos en Mallorca como a los defensores de la reina Isabel. Esta alarma es un hecho que pinta bastante bien, no diré la cobardía de los mallorqulnes (les creo capaces de ser muy buenos soldados) sino la ansiedad producida por la preocupación de la propiedad y por el egoísmo de no ver perturbado su descanso.
Un anciano sacerdote soñó una noche que su casa era asaltada por unos maleantes. Se levantó azorado; bajo la impresión de esta pesadilla despertó a su sirvienta. Ésta, participando del terror de su amo, y sin saber de qué se trataba, despertó a su vez, a todo el vecindario con sus gritos. El miedo se esparció por toda la aldea, y desde allí a toda la isla. La noticia del desembarco del ejército carlista se apoderó de todas las mentes, y el Capitàn General recibió la declaración del sacerdote, el cual, sea por vergüenza de desmentirse, sea por delirio de un espíritu atemorizado, afirmó que había visto a los carlistas. Palma fue declarada en estado de sitio y todas las fuerzas militares de la Isla fueron puestas en pie de guerra.
Sín embargo nada apareció. Ninguna zarza se movió, ninguna huella de pie extranjero se marcó, como en la isla de Robinson, sobre la arena de la playa. La autoridad castigó al pobre sacerdote por haberla puesto en ridículo, y en vez de mandarle a paseo como a un visionario, lo encarceló como a un sedicioso. Pero las medidas de precaución no fueron revocadas, y, cuando abandonamos Mallorca, en la época de las ejecuciones de Maroto, el estado de sitio se mantenía aún.
Nada más extraño que la especie de misterio con que los mallorquines parecían querer transmitirse unos a otros los acontecimientos que agitaban, en aquel tiempo, las tierras de España. Nadie hablaba de ellos, a no ser en familia y en voz baja. Es un país donde no hay. realmente, ni maldad, ni tiranía, es inconcebible ver reinar una desconfianza tan sombría. Nada he leído tan divertido como los artículos del Diario de Palma, y siempre he lamentado no haberme llevado algunos números como muestra de la polémica mallorquina. Pero he aquí, sin exageración, la forma en que, después de haber dado cuenta de los hechos, se comentaba su sentido y su autenticidad:
«Por probados que puedan parecer estos argumentos a los ojos de las personas dispuestas a recogerlos, no sabríamos dejar de recomendar a nuestros lectores que esperasen la continuación antes de juzgarlos. Las reflexiones que se presentan al espíritu en presencia de semejantes hechos merecen ser maduradas en espera de una certeza que no queremos poner en duda; pero lo que no queremos hacer, en forrna precipitada, son imprudentes aseveraciones. Los destinos de España se hallan envueltos en un velo que no tardará en ser levantado pero sobre el que nadie debe poner imprudentemente su mano antes de tiempo. Hasta entonces nos abstendremos de emitir nuestra opinión y aconsejamos a todos los espíritus sensatos que no se pronuncien sobre los actos de los diversos partidos antes de que la situación se dibuje de una manera más clara, etc., etc.»
La prudencia, y la reserva, son por confesión propia de los mismos mallorquines, la tendencia predominante de su carácter. Los campesinos si os encuentran en el campo no dejan de cambiar con vosotros un saludo, pero si queréis trabar conversación, sin ser ya conocidos, se guardan muy bien de contestar aunque se les hable en su misma lengua. Basta que tengáis aire de extranjero para que os teman y tuerzan el camino para evitaros.