Opinión
| José Miguel Orts Timoner
El poder en la calle
Las imágenes de los “piquetes informativos” de los sindicatos convocantes de la huelga general del 29 de marzo, en plena faena de “convencer” a los renuentes a secundar el paro, mediante los argumentos que les son característicos, muestran otra de las caras irracionales del sistema que padecemos.
Teóricamente la soberanía residente en el pueblo se delega periódicamente mediante el voto en el Parlamento. De su composición surge el Gobierno que, en nombre de ese pueblo soberano, aplica las leyes que elaboran diputados y senadores. (Recordemos que el titular de lo que llaman Corona, en este reparto de roles, podría ser sustituido por un cuño con su firma: no se sabe que se haya negado a suscribir ningún papel de la carpeta que le presentan).
El único juez del acierto o desacierto del Parlamento y las instituciones que de él emanan, es, según las reglas del juego, el cuerpo electoral. De él depende el color de sus representantes y de sus mandatarios. El 20 de noviembre pasado hubo una reciente experiencia de voto de castigo, más que de voto de confianza.
Ante la situación angustiosa de la economía de los españoles, con más de un cuarto de la población activa sin trabajo, en dinámica recesiva aparentemente imparable y con el Tesoro Público en números rojos, el nuevo Gobierno, se convierte de hecho en instrumento del concurso de acreedores foráneos y toma medidas drásticas al dictado de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional para recuperar la confianza perdida. Son los tristemente famosos “recortes” presupuestarios de las administraciones y la “reforma del mercado laboral”. No es plato de gusto para ningún gobernante aumentar la presión fiscal y endurecer las condiciones de trabajo. Pedir a los electores que ganen menos y paguen más no es la receta mejor para recabar su respaldo. Sobre todo cuando ante los apuros de la inmensa mayoría de los ciudadanos, los medios de comunicación airean continuamente un rosario de escándalos de corrupción que implican a políticos y personajes de alto rango social, sin noticia alguna de reintegro de cantidades desaparecidas. Y “el sistema financiero modélico” haciendo aguas y sumiendo a sus clientes, que somos todos queramos o no, en un clima de inseguridad y desprotección. Los resultados electorales autonómicos de Andalucía y Asturias han advertido recientemente al partido gobernante de este malestar que no le habrá sorprendido.
Los votos son las más genuinas armas de la democracia. El peligro para la misma se da cuando las urnas y la calle se enfrentan. Si ya es utópico pensar en un sufragio sin visceralidades, en función del bien común y con perspectivas de medio y largo plazo, el forzar la legalidad mediante las técnicas de manipulación de masas implica declarar inútiles las instituciones, con unas consecuencias imprevisibles. Mejor dicho, históricamente experimentadas, para mal. Los especialistas en movilizar y paralizar a la gente lo saben. Y desde la impunidad del anonimato coaccionan y abusan para imponer su ley. La débil distinción entre democracia y demagogia depende de que en esta orquesta cada instrumentista ejecute su partitura fielmente y el director no vacile en marcar el ritmo, las entradas y los finales.