Vida carlista| 
Ante el día de la Monarquía Tradicional, por José Miguel Orts

Pero la legitimidad, tal como llega a las mentes de hoy, está vinculada al bien común más que a la idealización abstracta de las formas de gobierno o a la perdurabilidad en el tiempo de cuestiones dinásticas. 

Valencia, 30/12/2013

6 de enero día de la Monarquía Tracional

En el ciclo de celebraciones carlistas, superpuestas –no contrapuestas- al calendario católico, el día 6 de enero, festividad canónica de la Epifanía del Señor, rendimos homenaje a la Monarquía Tradicional como conjunto de instituciones que vertebró la aparición en la Historia de lo que conocemos como “Las Españas”, una empresa en común inexplicable sin el aliento de la fe y que, en trance de desaparecer ésta del espacio público, parece sobrevivir ya en precario.

Estas fiestas nuestras, para escándalo de progres propios y extraños, se inician con una misa. En las intenciones de nuestro encargo no se nos ocurre el truco simoníaco de pedir a Dios para nuestra labor partidista un auxilio divino que nos releve del trabajo que nos corresponde como peones de la construcción temporal del Reino. Nuestras metas son más amplias y desbordan nuestro perfil de grupo: En el memento de los vivos, el sacerdote invoca a las Alturas para que las estructuras políticas cumplan su cometido esencial: servir al hombre para que éste pueda cumplir sus fines. En negativo: que la política no aparte a las personas de su naturaleza. Y no es poco lo que esto significa, a la vista de cómo está el patio.

En la naturaleza del hombre está su sociabilidad, su condición de miembro de una comunidad. De ahí le vienen bienes superiores a los particulares, gracias a los cuales puede alcanzar su plenitud. Son los componentes del bien común.

Esa comunidad en que el hombre concreto se desarrolla (lo del buen salvaje y el contrato social original son cuentos ginebrinos) implica algo más que la coexistencia de sus miembros: vive gracias a un orden posible porque hay quien manda y hay quien obedece.

Sin bien común los responsables del tinglado, se quedan sin legitimidad, aunque sea en versión democrática
El título por el cual alguien puede mandar y los demás deben obedecer ha ocupado la reflexión de muchísimos pensadores de todas las tallas. Es el eterno tema de la legitimidad. Las comunidades políticas han establecido modalidades peculiares de acceder al poder, que han devenido tradición. Las violaciones de las mismas han dado lugar a conflictos que han buscado solución en los tribunales y en los campos de batalla. El origen formal del carlismo en 1833 tuvo mucho que ver con el golpe de estado de un déspota y el pleito sucesorio que motivó.

Aún hoy hay príncipes que basan sus eventuales derechos en su heredada legitimidad de origen derrotada varias veces con las armas y prohibida, proscrita, por leyes positivas cuya vigencia es problemático impugnar. Incluso existe una “Real Orden de la Legitimidad Proscrita”, en dos versiones distintas de misteriosa funcionalidad.

Pero la legitimidad, tal como llega a las mentes de hoy, está vinculada al bien común más que a la idealización abstracta de las formas de gobierno o a la perdurabilidad en el tiempo de cuestiones dinásticas.

Por eso si “la dinastía de los tristes destinos” ha tratado de legitimarse para hacer olvidar su querencia de acceder al Palacio Real por la puerta falsa, ha tenido que buscar otras acepciones del mismo término, otros criterios de justificación que coyunturalmente han dado resultado. El juicio de su labor se apoya más en los males supuestamente evitados que en los bienes conseguidos. Una aceptación cimentada en saber cambiar a tiempo de principios, a pesar de solemnes juramentos ante crucifijos, biblias, constituciones y asambleas.

La realización del bien común mediante el funcionamiento de las instituciones y la iniciativa de los gobernantes no se miden por la proporción de votos conseguidos por las artimañas de los partidos o por el índice de complacencia de los oligarcas. Si la acción de gobierno deja tras de sí una sociedad más envilecida en su manera de vivir, con menos cohesión interior, sin tradición y sin proyecto, obviamente falta el bien común, aun en época de vacas gordas. Si, además, las vacas han enflaquecido y el estado de necesidad ha sustituido al estado del bienestar, poniendo en evidencia la carencia de previsión de los gobernantes, tampoco hay bien común.

Y sin bien común los responsables del tinglado, se quedan sin legitimidad, aunque sea en versión democrática. Porque las piezas de la ciudad pierden su orden al fallar su fin intrínseco. Las turbulencias de la economía son sólo indicadores de crisis más hondas.

Por eso, en la solemnidad de la Epifanía, cuando vemos a los Magos a los pies del Niño Rey de Reyes, icono de la Monarquía Tradicional, echamos en falta la Estrella que oriente a los que pueden tomar decisiones. Y le pedimos a Dios que les envíe su luz para que esas decisiones prudentes y eficaces se dirijan al Bien Común verdadero y no a espejismos de ideologías ni intereses de secta.

José Miguel Orts


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